Nunca imaginé mis pasos por Tierra Santa.
Fueron días de caminar y hacer silencio interior en lugares santos que rebosan de vida cristiana: Belén, Nazaret, Jerusalén, el Monte de los Olivos, Ain Karen, Jericó, el Río Jordán, el lago de Galilea, el monte de las Bienaventuranzas, Cafarnaum… lugares muy importantes para nosotros como creyentes. La historia se une con la fe, y la emoción de pisar tierra santa produce lágrimas de alegría.
Llegar a Belén con mi corazón de niña, imaginando aquel primer pesebre. Queriendo vivir la vida cotidiana de aquel entonces. Hoy sus calles presentan el bullicio de los turistas y las ventas, pero en nuestro corazón agradecido recibimos la sonrisa del Niño Dios.
Cada lugar encierra un mensaje. Los textos bíblicos toman sentido cuando le damos color a lugares ya conocidos por medio de las sagradas escrituras. Llegamos al lugar del cual habíamos hablado pero nunca nuestros ojos habían visto. Que gran regalo recibimos.
En una barca mientras navegábamos por el mar de Galilea cantábamos llenos de júbilo, recordando a nuestros familiares que nos esperaban en casa. Hubiera querido que estuvieran allí, conmigo, celebrando la Eucaristía.
La Vía Dolorosa la recorrimos meditando. Buscando en cada rincón el rostro de aquel que nos dejó un mandamiento nuevo: “Ámense unos a otros; como yo los he amado”…
Llegar a Jerusalén cantando “que alegría cuando me dijeron, vamos a la casa del Señor, ya están pisando nuestros pies, tus umbrales, Jerusalén” reafirma nuestro deseo de seguir creciendo en nuestra fe y en nuestra espiritualidad.
El Jesús Resucitado envió a los discípulos a anunciar la Buena Noticia. Hoy nosotros, con un corazón renovado, continuamos buscando corazones dispuestos a vivir para Él.
